Por entonces, los inviernos en el desierto se empecinaban en ser ásperos. A falta de instrumentos más sofisticados, el vidrio de la ventana de la cocina era mi termómetro. Antes de desayunar, tocaba suavemente la superficie transparente para saber si afuera hacía mucho frío o, simplemente, frío. A veces, durante esas mañanas en las que hacía más que mucho frío, no era necesario ningún ejercicio empírico. Con una rápida mirada sabía que lo que opacaba la entrada de luz no era un vidrio empañado sino la fina capa de hielo en la que se había quedado aprisionado el vapor de la tetera. Eso quería decir que afuera estaba muy helado y que ese día no podría salir a jugar. Y si el movimiento de la punta de la casuarina que crecía en la vereda de enfrente sugería que no aparecería ningún viento salvador, probablemente al siguiente día tampoco. A partir de la observación de estas dos variables, la temperatura de la ventana de la cocina y la inclinación de la casuarina, desarrollé un fino conocimiento de las posibilidades que ofrecían las mañanas de invierno para saber si durante la tarde podría ir afuera.
En esos días destemplados, el café con leche del desayuno inevitablemente formaba nata. Sabía que esa baba circular se me pegaría al paladar y no se iría hasta luego de mucho tragar nada. Por eso la sacaba una y otra vez con la cucharita del azúcar. Siempre me dio asco esa película cremosa. Todavía hoy, cuando veo que mis hijos la separan de la taza con quirúrgica concentración, me recorre aquella náusea. Por entonces, el clima se convertía en carcelero y tenía que inventar juegos que siempre me aburrían. Terminaba yendo a leer una y otra vez los libros que había leído el invierno anterior. En esa estación la vida de mi hermana era más sencilla. Ella hibernaba cuidando muñecas y, según parecía, los acontecimientos que generaban esos juguetes de mirada fija la entretenían más que a mí los juegos de inventos, mecanos o rompecabezas.
La primavera empezaba justo el mes en el que la festejábamos en el colegio. Estos días eran el prólogo del nomadismo estival. Durante una semana vivía en la casa de mis abuelos, luego mamá iba a buscarme y pasaba otros siete días en casa. Con puntualidad, transcurrido el período que separaba la última mudanza, nuevamente era llevado a lo de mis abuelos.
Solo tiempo después me di cuenta de que no eran muchas las cuadras que separaban una casa de la otra. Tal vez el paisaje ayudaba a mi desorientación en el espacio, puesto que superar algunas pendientes y un caracol con curvas retorcidas me hacía pensar que la distancia era sideral. Mi casa estaba a medio camino de una loma empinada, rodeada de casuarinas siempre verdes. Debajo de ellas aprendí a distinguir los hongos dañinos y los otros. Arrancábamos los buenos, yo ayudaba a cortarlos en rebanadas, y los poníamos a secar cerca de la chimenea. La casa de mis abuelos estaba cuesta abajo, a unos pocos metros del río. Allí no había casuarinas, solo arbustos. Pescar, escuchar historias fabulosas y juntar frutas eran algunas de las tantas cosas que hacía durante esos siete días.
La casa de los veranos era, en realidad, dos casas. La nueva, donde ellos vivían, y la otra, la que siempre conocí deshabitada, que había sido construida por los padres de mi abuela. La casa vieja tenía una fuerza de gravedad irresistible y yo siempre andaba girando a su alrededor. Lo primero que veía cuando me acercaba era la ventana circular del altillo. En ese cuarto no había nada, como en el resto de la casa. Imaginaba que, algún día, dormiría ahí arriba y temprano, en las mañanas de invierno, tocaría los vidrios de la claraboya para saber con toda certeza si haría frío o mucho frío. O, de un vistazo, sabría que haría más que mucho frío. Desde allí se veía bien el lago, hasta más allá del muelle de piedras. Sólo podía entrar a la casa vieja con mi abuelo. Recuerdo el ruido de nuestras pisadas en el tablado del frente, en las escaleras y en el altillo. Él decía que la casa era peligrosa, que antes los colonos no sabían trabajar la madera y que recién cuando vinieron los inmigrantes chilenos las casas comenzaron a ser seguras. Nunca le creí.
La recomendación de mi abuela era que no nos acerquemos al baño. Este era una letrina de madera apenas alejada de los dormitorios. Debajo del cubo agujereado que hacía las veces de inodoro había un gran pozo. Ella había vivido en esa casa cuando era chica y yo a veces pensaba, en particular al gritarnos que tuviéramos cuidado, que ella alguna vez se había sentado allí. Esto no dejaba de causarme gracia. La abuela sostenía que el fondo del pozo estaba comunicado con el río mediante un canal subterráneo. Esto, según decía, hacía al lugar más peligroso, ya que el suelo tenía turba en la que se acumulaba agua helada.
Entre el baño y la casa crecían moreras. Con el abuelo íbamos dos veces por semana a recolectar sus frutos. Cortábamos los que estaban pasados de maduro, estos eran los mejores para que la abuela haga dulce. Ella preparaba una especie de caldo y, a comienzos de febrero, cuando ya no había más moras para cortar, lo usaba para hacer el dulce. En estas excursiones ponía un fruto tras otro en mi boca. Me gustaba la sensación de tener esa uva áspera y espinosa en mi boca. La iba mordiendo poco a poco, dejando salir apenas unas gotas del líquido ácido y casi azucarado que contenía en su interior.
Nunca supe porqué quemó la casa vieja. En realidad me dijeron que fue un accidente, un descuido. No lo creí. Desde la cocina, montaña arriba, una noche de otoño alguien vio el resplandor anaranjado. Minutos después vino un vecino a caballo y mis padres se fueron con él. Ese verano alguna enfermedad u otra cosa se habían llevado a mi abuela y todo había cambiado. Al otro día, por la tarde, fuimos a visitar al abuelo. La casa ya no estaba más, sólo estaban algunas columnas de madera, negras y humeantes. El fuego había tomado parte del pasto, llegando hasta las moreras. De la letrina tampoco quedaba nada, apenas un montículo de carbón revuelto. Imaginé los últimos momentos de la casa. Como fue consumiéndose la claraboya, como ardieron las pequeñas tejas resquebrajadas y los maderos verduscos por el musgo de la pared que daba al sur. Ahora sólo iba a la casa con mis padres, ya no juntábamos más moras, nadie nos decía que tuviéramos cuidado al pasar cerca de la letrina y todo parecía tener un tono pardo.
Dos años después falleció el abuelo y mis padres decidieron que nos teníamos que mudar a la ciudad. Trajeron cajas en las que puse mis cosas: algunos juegos y muchos libros y revistas. Nos fuimos. Pasó el tiempo y, hasta hoy, jamás volví a este lugar. Con mi hermana decidimos poner en venta la casa del río. Por eso viajé para ver cuál era su estado. Llegué temprano. El lugar estaba solitario. Algunas moreras habían sobrevivido al fuego que había consumido la casa vieja treinta años atrás e invadían todo el terreno. No pude resistir y fui a recorrer el lugar que visitábamos con el cuenco para poner las moras. Caminé unos pasos y miré hacia el río. Hacía frío, las montañas nevadas hasta la base indicaban que este invierno era helado. Decidí ir a ver la casa, tenía que estar en la ciudad por la tarde para tomar el avión de regreso al norte. Giré, di dos pasos y el suelo desapareció. Caí por el aire, rozando una pared de turba. Mi cuerpo, inesperado, encontró el suelo cenagoso.
Es cierto. El río esta acoplado al pozo mediante una corriente subterránea. Intenté incorporarme varias veces y no pude. Creo que tengo una pierna rota. No sé cuanto tiempo ha pasado, pero todavía es de día, veo algo de luz en la parte superior del pozo. Con ayuda del encendedor hago otra exploración visual de las paredes. Mientras busco escalones que nunca van a aparecer noto que el vapor se ha congelado en el cristal de mis anteojos. Pronto va a hacer más que mucho frío.
domingo, 10 de enero de 2010
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Los termómetros de dos estados tienen esa desventaja, la de crear en nuestra mente un universo bipolar, tan pragmático como limitado.
ResponderEliminarMe gusta su historia René.
Ugh, que sensaciòn de ahogo....
ResponderEliminarSabe que en este recuerdo no hay olores? Siempre mis recuerdos empiezan por allì, serà por eso que me llama la atenciòn
Flenning, Ud tiene razón, la bipolaridad es cómoda pero no deja alternativas.
ResponderEliminarLaura, "Ugh?", qué refleja esta onomatopeya?
A ver: (como se usa decir)
ResponderEliminarMe gusta demasiado como escribís. Estoy alejada de la narrativa hace mucho, creo que no leo un libro desde hace 20 años y hablo en serio. Sólo poesía.
Podría yo, Rene Orlando, saber algo más de vos? Si eres escritor- periodista- geólogo o qué?
Tu relato es dulce, tuve bisabuelos (los "abuelos viejitos") hasta la Ellos adolescencia y su casa me ofrecía misterios y algunos escozores. El baño no era una letrina, pero no era bonito como el mío. Mamá me pedía que me aguantara, si podía. había una casita en el fondo, que me mataba de intriga. Había agua de pozo. Todo era más pobre, mas precario einfinitamente mas divertido para los primos porteños que jugábamos en las casa mientras los grandes le daban al chinchón bajo la parra.
Estoy un pelín emocionada.
Es que la gente escribe muy mal y cuando leo algo bien escrito (hay varios blogs que sorprenden) me pongo contenta.
Saludos y que esa pierna no cure nunca, así dura el recuerdo.
Qué buen texto, compañero. Tengo dos preguntas ¿Cómo salió del pozo? y ¿Dónde queda Wikigasta?
ResponderEliminarSalute.
Ugh: onomatopeya que designa a cierta sensaciòn de imposibilidad de seguir respirando a causa de una opresiòn fuerte en el tòrax causado por emociones contradictorias....o algo asì
ResponderEliminarEmeygriega, gracias por los comentarios. Apenas soy ingeniero agrónomo y trabajo en temas económicos relacionados con el agua, la vid, los olivos y eso.
ResponderEliminarJuliancito, quién le dijo que salió del pozo? Wikigasta queda al pie de los Andes, en tierra huarpe.
Laura, disculpe, no fue mi intención. La onomatopeya me recuerda el sonido de algún personaje de historieta: Tarzán, el indio Toro en el Llanero Solitario o algún otro...
No se preocupe, es frecuente la confusiòn con el "Uhg!"
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