martes, 26 de enero de 2010

La ceguera de toda mirada

-A qué altura estaremos?
-Si se siente mal podemos parar y tomar unos mates con pastafrola –dijo Crenchudo.

Las dos palabras, mate y pastafrola, desencadenaron un proceso impetuoso en su cuerpo. Chikhachev sintió que le zumbaban los oídos y, mareado, vomitó desde arriba de la mula.

-Por hoy, hasta acá llegamos –dijo Crenchudo.

Durmió un buen rato y cuando abrió los ojos vio a su compañero junto al fuego, revolviendo una olla. Se sentía un poco mejor, estaba con apetito.

-Tiene el mal de las alturas, mi amigo. Por ahora solo va a poder tomar sopa, mañana veremos.

Estaba atardeciendo. Todavía mareado, recorrió con la vista la bajada de piedra de un viejo río de lava. Más atrás, las llamaradas del atardecer se empezaban a recortar sobre las últimas montañas. Todavía no entendía cómo lo yermo podía exudar semejante belleza.

-Contemplar el monumento irracional a la tempestad de los siglos es el primer escalón, pero tenga en cuenta que todavía tiene clausurados los otros cuatro sentidos. Va a tener que apurar el trámite si quiere conocer el poder del sexto.
-No sabía que hay un sexto sentido –dijo con indudable ironía Chikhachev.–Y dígame, cuál vendría a ser?
-El relámpago, mi amigo, el relámpago que está atrapado en la piedra bezoar. O para qué otra cosa hemos venido hasta acá?

Chikhachev sonrió ante su compañero. Más allá de todo, sabía que la experiencia de la mirada estaba agotada. Tenía un poco de razón el indio, conocer a costa de los ojos era impreciso. Uno terminaba sometido a la ceguera que produce el abuso en la confianza del panorama.

sábado, 23 de enero de 2010

Grabaciones encontradas (iii)

Silvio Rodríguez en los estudios de grabación de Canal 5 de Wikigasta, circa 1980.

martes, 19 de enero de 2010

Capitulación o resistencia

La Oficina de Hidráulica ya estaba cerrada. Comenzó a caminar hacia su finca. La calle principal había sido vaciada a baldazos por el sol del mediodía. Todo se veía preciso a través del decorado sin sombra que produce la luz a esa hora. Pensó en los patíbulos que a veces se levantan. Pensó en verdugos disfrazados de gerentes o de funcionarios públicos. Hacen buen trabajo, pero le hubiese gustado que por el canal de riego sean otras las cabezas cortadas que ruedan. Dobló por la calle de los algarrobos. Como en cualquier parte, en Wikigasta costaba encontrar un hombro. La Cameron se preguntó si no era el momento de detenerse. Sus pensamientos oscilaban entre la capitulación (un buitre planea por ahí arriba seguido de un enjambre de moscas) y la resistencia (la simiente prepara ese evento obstinada en fundar el presente). La escuchó venir, dio un paso al costado y la camioneta se detuvo a su lado, tapándola de polvo.

sábado, 16 de enero de 2010

Apenas pensando en ella

-A veces pienso en aquello que tengo para decirle. En esas ocasiones, una multitud secreta me sigue posada sobre la rama más alta del desierto. Palabra a palabra deletrean el ritmo de mis desprendimientos. Hay silencios que desaprueban y murmullos que alientan. Pero las palabras no se apean. Siguen en mí, atascadas en un cepo absurdo. Necesito un talismán para desencadenarlas. Debo buscar la magia que las transporte de este mundo extraviado en el que estoy. Mientras tanto, Masha cabalga cerca de una torre inclinada. Podré llegar antes a ella?

-No sé, pero nosotros hasta acá llegamos, don Chica –dijo el baqueano cansado de escucharlo-. De ahora en más me lo va acompañar Crenchudo, el mejor rastreador de guanacos de Wikigasta.

-El mejor rastreador -corrigió Crenchudo saltando de su caballo negro-. Así que Ud es el que quiere tener la piedra bezoar?

viernes, 15 de enero de 2010

Confusión

-El agua no es suya –dijo la Cameron luego de escuchar la aburrida explicación de Mr. Runey.

-El derecho de uso es mío, me lo dio la Oficina de Hidráulica.

-La ley dice que en caso de escasez hay que privilegiar el uso humano.

-Pero Ud la quiere para sus chanchos.

-Si no riego el maíz se va a secar y si se seca no tengo qué darle de comer a los chanchos y si los chanchos no comen se mueren. Y si los chanchos se mueren la próxima en seguirlos puedo ser yo.

-Es cierto, cuando la cadena trófica se corta: kaputt. Me va a seguir psicopateando mucho tiempo más?

-Ud la quiere para lavar piedras y yo la quiero para regar. El oro puede esperar, el maíz no.

-El agua la usamos para generar energía eléctrica para dos mil mineros que viven en la cordillera. Pasa por la turbina y sigue para abajo. Averigüe quién se quedó con el agua, nosotros no somos. Tal vez debería hablar con el Ing. Dufín...

La Cameron salio furiosa. No había podido torcerle el brazo al maldito Mr. Runey y, para colmo, ahora se iba más confundida que cuando llegó. Sintió ganas de gritar, porque a veces es necesario gritar para sublimar la rabia. Enfiló hacia la Oficina de Hidráulica, esta vez Armando no la acompañó. Todo era impreciso, el mediodía en Wikigasta mostraba ojos sin pupilas.

martes, 12 de enero de 2010

Novedades del primo Andrey

“Moza inquieta, a la espera del nervio redentor/Una sola herida, tu marca desdeñosa/Te miro desde la puerta, que alguien dejó abierta de par en par/Veo que un cernícalo quiere posarse, sobre la cima de tus senos/Temblosa avanzas, hacia el abismo accesible /La noche te abre, el fetiche de la confusión/De ti no se ha dicho, la última palabra”.

Nunca le había gustado ese lenguaje engolado, ostentoso y rimbombante, pero Chikhachev releyó atorado las estrofas que estaban al final de la carta de su primo Andrey, el poeta de la naturaleza. Como siempre, le pedía opinión sobre los versos que escribía. Repasó también novedades de asuntos familiares y las menciones a los paseos que Andrey daba por el bosque con Masha. Se sintió mal, como la gota de agua que cae en la simiente equivocada.

-Será posible!! –protestó el baqueano que lo acompañaba mientras sacaba la pava con agua hervida del caldero- Chikhachev, lo que a Ud. le preocupa nada tiene que ver con el mate, no es así?

domingo, 10 de enero de 2010

Confesiones de invierno

Por entonces, los inviernos en el desierto se empecinaban en ser ásperos. A falta de instrumentos más sofisticados, el vidrio de la ventana de la cocina era mi termómetro. Antes de desayunar, tocaba suavemente la superficie transparente para saber si afuera hacía mucho frío o, simplemente, frío. A veces, durante esas mañanas en las que hacía más que mucho frío, no era necesario ningún ejercicio empírico. Con una rápida mirada sabía que lo que opacaba la entrada de luz no era un vidrio empañado sino la fina capa de hielo en la que se había quedado aprisionado el vapor de la tetera. Eso quería decir que afuera estaba muy helado y que ese día no podría salir a jugar. Y si el movimiento de la punta de la casuarina que crecía en la vereda de enfrente sugería que no aparecería ningún viento salvador, probablemente al siguiente día tampoco. A partir de la observación de estas dos variables, la temperatura de la ventana de la cocina y la inclinación de la casuarina, desarrollé un fino conocimiento de las posibilidades que ofrecían las mañanas de invierno para saber si durante la tarde podría ir afuera.

En esos días destemplados, el café con leche del desayuno inevitablemente formaba nata. Sabía que esa baba circular se me pegaría al paladar y no se iría hasta luego de mucho tragar nada. Por eso la sacaba una y otra vez con la cucharita del azúcar. Siempre me dio asco esa película cremosa. Todavía hoy, cuando veo que mis hijos la separan de la taza con quirúrgica concentración, me recorre aquella náusea. Por entonces, el clima se convertía en carcelero y tenía que inventar juegos que siempre me aburrían. Terminaba yendo a leer una y otra vez los libros que había leído el invierno anterior. En esa estación la vida de mi hermana era más sencilla. Ella hibernaba cuidando muñecas y, según parecía, los acontecimientos que generaban esos juguetes de mirada fija la entretenían más que a mí los juegos de inventos, mecanos o rompecabezas.

La primavera empezaba justo el mes en el que la festejábamos en el colegio. Estos días eran el prólogo del nomadismo estival. Durante una semana vivía en la casa de mis abuelos, luego mamá iba a buscarme y pasaba otros siete días en casa. Con puntualidad, transcurrido el período que separaba la última mudanza, nuevamente era llevado a lo de mis abuelos.

Solo tiempo después me di cuenta de que no eran muchas las cuadras que separaban una casa de la otra. Tal vez el paisaje ayudaba a mi desorientación en el espacio, puesto que superar algunas pendientes y un caracol con curvas retorcidas me hacía pensar que la distancia era sideral. Mi casa estaba a medio camino de una loma empinada, rodeada de casuarinas siempre verdes. Debajo de ellas aprendí a distinguir los hongos dañinos y los otros. Arrancábamos los buenos, yo ayudaba a cortarlos en rebanadas, y los poníamos a secar cerca de la chimenea. La casa de mis abuelos estaba cuesta abajo, a unos pocos metros del río. Allí no había casuarinas, solo arbustos. Pescar, escuchar historias fabulosas y juntar frutas eran algunas de las tantas cosas que hacía durante esos siete días.

La casa de los veranos era, en realidad, dos casas. La nueva, donde ellos vivían, y la otra, la que siempre conocí deshabitada, que había sido construida por los padres de mi abuela. La casa vieja tenía una fuerza de gravedad irresistible y yo siempre andaba girando a su alrededor. Lo primero que veía cuando me acercaba era la ventana circular del altillo. En ese cuarto no había nada, como en el resto de la casa. Imaginaba que, algún día, dormiría ahí arriba y temprano, en las mañanas de invierno, tocaría los vidrios de la claraboya para saber con toda certeza si haría frío o mucho frío. O, de un vistazo, sabría que haría más que mucho frío. Desde allí se veía bien el lago, hasta más allá del muelle de piedras. Sólo podía entrar a la casa vieja con mi abuelo. Recuerdo el ruido de nuestras pisadas en el tablado del frente, en las escaleras y en el altillo. Él decía que la casa era peligrosa, que antes los colonos no sabían trabajar la madera y que recién cuando vinieron los inmigrantes chilenos las casas comenzaron a ser seguras. Nunca le creí.

La recomendación de mi abuela era que no nos acerquemos al baño. Este era una letrina de madera apenas alejada de los dormitorios. Debajo del cubo agujereado que hacía las veces de inodoro había un gran pozo. Ella había vivido en esa casa cuando era chica y yo a veces pensaba, en particular al gritarnos que tuviéramos cuidado, que ella alguna vez se había sentado allí. Esto no dejaba de causarme gracia. La abuela sostenía que el fondo del pozo estaba comunicado con el río mediante un canal subterráneo. Esto, según decía, hacía al lugar más peligroso, ya que el suelo tenía turba en la que se acumulaba agua helada.

Entre el baño y la casa crecían moreras. Con el abuelo íbamos dos veces por semana a recolectar sus frutos. Cortábamos los que estaban pasados de maduro, estos eran los mejores para que la abuela haga dulce. Ella preparaba una especie de caldo y, a comienzos de febrero, cuando ya no había más moras para cortar, lo usaba para hacer el dulce. En estas excursiones ponía un fruto tras otro en mi boca. Me gustaba la sensación de tener esa uva áspera y espinosa en mi boca. La iba mordiendo poco a poco, dejando salir apenas unas gotas del líquido ácido y casi azucarado que contenía en su interior.

Nunca supe porqué quemó la casa vieja. En realidad me dijeron que fue un accidente, un descuido. No lo creí. Desde la cocina, montaña arriba, una noche de otoño alguien vio el resplandor anaranjado. Minutos después vino un vecino a caballo y mis padres se fueron con él. Ese verano alguna enfermedad u otra cosa se habían llevado a mi abuela y todo había cambiado. Al otro día, por la tarde, fuimos a visitar al abuelo. La casa ya no estaba más, sólo estaban algunas columnas de madera, negras y humeantes. El fuego había tomado parte del pasto, llegando hasta las moreras. De la letrina tampoco quedaba nada, apenas un montículo de carbón revuelto. Imaginé los últimos momentos de la casa. Como fue consumiéndose la claraboya, como ardieron las pequeñas tejas resquebrajadas y los maderos verduscos por el musgo de la pared que daba al sur. Ahora sólo iba a la casa con mis padres, ya no juntábamos más moras, nadie nos decía que tuviéramos cuidado al pasar cerca de la letrina y todo parecía tener un tono pardo.

Dos años después falleció el abuelo y mis padres decidieron que nos teníamos que mudar a la ciudad. Trajeron cajas en las que puse mis cosas: algunos juegos y muchos libros y revistas. Nos fuimos. Pasó el tiempo y, hasta hoy, jamás volví a este lugar. Con mi hermana decidimos poner en venta la casa del río. Por eso viajé para ver cuál era su estado. Llegué temprano. El lugar estaba solitario. Algunas moreras habían sobrevivido al fuego que había consumido la casa vieja treinta años atrás e invadían todo el terreno. No pude resistir y fui a recorrer el lugar que visitábamos con el cuenco para poner las moras. Caminé unos pasos y miré hacia el río. Hacía frío, las montañas nevadas hasta la base indicaban que este invierno era helado. Decidí ir a ver la casa, tenía que estar en la ciudad por la tarde para tomar el avión de regreso al norte. Giré, di dos pasos y el suelo desapareció. Caí por el aire, rozando una pared de turba. Mi cuerpo, inesperado, encontró el suelo cenagoso.

Es cierto. El río esta acoplado al pozo mediante una corriente subterránea. Intenté incorporarme varias veces y no pude. Creo que tengo una pierna rota. No sé cuanto tiempo ha pasado, pero todavía es de día, veo algo de luz en la parte superior del pozo. Con ayuda del encendedor hago otra exploración visual de las paredes. Mientras busco escalones que nunca van a aparecer noto que el vapor se ha congelado en el cristal de mis anteojos. Pronto va a hacer más que mucho frío.

viernes, 8 de enero de 2010

Camino a la entrevista

-Mr. Runey no es mala persona, es economista –dijo la Cameron-. Además, es el gerente de una multinacional. Por lo tanto, no puede romper con la ortodoxia de su disciplina ni con la subordinación al Gerente para Latinoamérica de la Star Gold Inc.

-Uno lo escucha y se da cuenta que está condenado a meter en sus cosas cotidiananas al humor de los accionistas, a la tendencia del precio internacional del oro y a las noticias de la CNN. Para colmo tiene que leer y hacer saber que lee esos diaruchos que son todos iguales, protestar contra la voracidad fiscal del Municipio y pedir flexibilidad laboral. Se da cuenta lo que significa esto? –preguntó Armando- Hasta a veces está obligado a exclamar “qué barbaridad!” cuando se topa con tres o cuatro pobres juntos...

-El tipo es así. Considera a la economía como una herramienta ajena a la política y a la sociedad en la que vive. Por eso no nos va a dar agua –sostuvo la Cameron mientras abría la puerta-. En definitiva, Mr. Runey no puede sorprendernos. No puede sorprender a nadie, esa es su maldición eterna.

-Buenas tardes –dijo la recepcionista- Ustedes son los que pidieron audiencia con el gerente?

jueves, 7 de enero de 2010

Elección de la mula correcta

"…por su temple ciclotímico, lo que hace que unas veces estén de humor y otras no. Así, considerando que de su estado de ánimo depende el éxito de la misión o la vida de los viajeros, con el amanecer los baqueanos dan comienzo al ritual. Pegan la nariz al hocico de la mula y luego cubren su propia cabeza y la de la bestia con un poncho. Entonces tratan de fijar la mirada con la del animal. La mula es tímida e incluso bajo la tenue oscuridad del poncho ladea el pescuezo, tratando de evitar la maniobra. Patea de costado, topetea y tira tarascones. Hace ruidos raros. Pero aquella que conecta la mirada en silencio es la elegida. Según se dice, ese día evidencia disposición correcta y suficiente como para subir y bajar con vida a ese baqueano por el filo de los ángulos imposibles de la cordillera. Traté de hacerlo pero no pude soportar aliento del animal. Decepcionado, terminé eligiendo cualquiera y salimos hacia el oeste, en busca de la piedra bezoar" (:102).

Chikhachev, Platon Alejandrovich (1847): "Notas del desierto: al pie de los Andes". Anales Patrióticos de San Petersburgo XXI, 86-219.

martes, 5 de enero de 2010

Demasiado calor

-El agua fría sale caliente por el surtidor –rezongó la Cameron-, la luz se cortó temprano, el suelo me asa la planta de los pies, parte de mi huerta está quemada por el sol y los pájaros caen muertos de los árboles.

-Hacen 45 ºC, ayer 43 ºC y para mañana está pronosticada una máxima de 47 ºC. Qué otra cosa puede pedir en esta época además de calor? –preguntó Dufín arreglando la yerba del mate.

-El pase a la Base Marambio –respondió la Cameron- Aunque me conformo con que le pida a Mr. Runey que libere un poco de agua de la mina, cosa de intentar salvar el maíz. Si no también pierdo los chanchos, que se van a morir de hambre.

-Ud. tuvo el turno de riego la semana pasada. El próximo le toca dentro de ocho días.

-Se van a secar todos los cultivos, ya lo sabe. Los otros agricultores no se quejan? –preguntó.

-La mayoría tiene riego subterráneo, el precio FOB de la alcaparra da para eso y mucho más -dijo Dufín-. Lo lamento, hay que cumplir con el Código de Aguas. Si el Estado fuese más eficiente con la obra pública y los políticos menos corruptos, tal vez Ud. hoy podría tener agua para regar. Mire, tengo que cerrar la oficina. Se le ofrece algo más?

La Cameron salió de la Oficina de Hidráulica sin saludar. A veces Wikigasta se le ocurría el Infierno, Mr. Runey Lucifer, Dufín o cualquier otro un espíritu del mal y ella una condenada. Enfrentar esto implicaba una sedición a cierto orden preestablecido; en particular, al derivado de la prepotencia de su ánimo. Comenzó a caminar hacia la oficina de la Star Gold Inc., maldiciendo el calor. La espiral de silencio sofocante que derribaba todo se hizo innegable.

sábado, 2 de enero de 2010

Misa de siete

"A la hora que se disipa la siesta, me siento a esperar. La impaciencia y la sombra de un tilo me asisten. Sin grandes ceremonias soporto la secuencia de rutinas: primero aparece el joven con la mula tapada de heno, luego la vieja que barre, a continuación los niños que corren jugando y, por fin, la mujer. Ella camina por la vereda norte. La distingo por su vestido castaño y por la mantilla blanca que cubre sus hombros. Dos o tres pasos atrás la sigue un niño negro con un tapete en sus brazos sobre el que ella se arrodilla en la iglesia. Miro su cintura marcada por el ceñidor y siento que no voy a estar a salvo. Algo exige. Pobre memoria mía".

Chikhachev, Notas de viaje.