viernes, 11 de diciembre de 2009

Cartas a Masha

Wikigasta, primavera de 1842

Amada Masha,

Disculpa que no te he escrito hasta ahora. Debido a lo precipitado de mis viajes entre un sitio y otro, a la sugestión que me provoca el universo que voy conociendo y a la seducción que cultiva la gente de estas tierras sobre mi persona, no había encontrado hasta hoy un momento para contarte lo que voy conociendo y cuánto te extraño. Estoy en Wikigasta, un caserío de barro en medio de un desierto al este de los Andes. Las viviendas son todas iguales: pequeñas, rectangulares y una puerta al frente. Las pintan de blanco y, como no se conoce el vidrio, las ventanas son agujeros por los cuales uno puede curiosear el interior. Por la mañana, alguna gente anda por el lugar, pero luego del mediodía todo el mundo se retira a almorzar y dormir siesta durante toda la tarde. Las calles quedan más desiertas que el desierto y yo aprovecho para salir a deambular por los alrededores. Al caer las primeras horas de la noche, hombres y mujeres se reúnen bajo los plátanos de la plaza a tomar helado. El calor es temible y esta forma de vida parece ser la mejor para resistir la aspereza de los elementos naturales que la Gracia de Dios le dio a este rincón del mundo.

Me gusta el comportamiento de los habitantes de Wikigasta. Ellos sonríen todo el tiempo y los tiene bastante desconcertado mi máscara de seriedad. A causa de esto, siempre me preguntan si me pasa algo, si tengo alguna pena o si me duele el estómago, a lo cual, indefectiblemente, debo responder no una y mil veces. Más allá de esta cordialidad, creo percibir algo inapelablemente irracional que tiene que ver con el movimiento o con el no movimiento de las cosas. Una mañana me senté a la sombra de un árbol a observar el panorama del pueblo en la calle principal y tuve la sensación de que la escena se había congelado, que nadie se movía, ni los perros. Es difícil de explicar, en otra carta trataré de hacerlo con mayor precisión. En otra ocasión también debo hablarte sobre el zarandeo que me provoca el desierto. Es un abismo que me atrae y me repele. Pero la fascinación demente que siento ante él no se puede resistir.

Pero no te preocupes, mi misión sigue adelante. Para no levantar sospechas, sigo tomando notas sobre la naturaleza como si fuese lo único que me interesase. He tratado de no hablar sobre el origen del metal de algunos elementos de oro y plata que llevan los guías que me acompañan (les llaman gauchos, ya te contaré algo sobre estos curiosos personajes). Gracias a Dios, la locuacidad de esta gente me permitió conocer la ubicación más o menos precisa de varias minas de oro, por lo que pronto comenzaré a hacer las evaluaciones para saber qué ley tienen. Aquí nadie parece preocupado por el tema ni por cualquier otro que tenga que ver con el devenir de las cosas.

Lejos están nuestros paseos en bote por el lago. Lejos están nuestras largas conversaciones sobre los amigos y enemigos del Zar. Demasiado lejos está todo aquello.

Te extraña,
Platon Chikhachev

2 comentarios:

  1. vió, vió que algo se traía bajo el kaftán el Chikhachev éste? no, si tengo una percepción....

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