Dufin se acomodó en el sillón poco convencido. Agarró una porción de pastaflora y la comió despacio, como con miedo de retomar la lectura. Sacó el señador con forma de lagartija, tomó aliento, se puso los antejos de cerca y comenzó:
"Siempre lo olvidamos, pero es necesario tener presente que limpiar bares por la madrugada no es un arte que pueda desempeñar cualquiera. Son pocos los que se animan a entrar a uno de estos lugares después que el último parroquiano se ha marchado. Los prácticos en este oficio dicen que una hora segura para comenzar la limpieza es cuando el gallo cantó dos veces, pero que nunca hay que hacerlo después de que cantó tres. Ignoro el por qué de tal precepto, aunque nunca se me ocurriría averiguarlo.
Pero hablemos de ella. Limpia bares y pertenece a una familia cuya tradición en el oficio se disuelve en las imprecisiones del tiempo. No solo sus padres y tíos limpian bares, sino que los padres de sus padres y los tíos de sus tíos lo hicieron también. Según decía su madre, todas las ramas, hojas y yemas de su genealogía estaban recorridas por la savia de limpiadores de bares. Y que sería así por siempre y para siempre. A ella no le gustaba el oficio y cada vez que podía maldecía la fatalidad que la había puesto en ese lugar. De todas maneras, cada mañana, puntualmente, comenzaba su trabajo.
Primero limpiaba los sectores más sencillos, como el mostrador. Era un lugar que le demandaba dos o tres minutos. Los visitantes permanecían poco tiempo allí y su presencia no tenía muchas posibilidades de dejar algún rastro. A veces, generalmente los jueves, se tenía que detener un tiempo extra. Ese día las colillas apagadas en el suelo decían que había estado la mujer de labios rojos. Por alguna razón que desconocía, esta mujer no iba hacia las mesas y pasaba mucho tiempo en el mostrador. El problema no eran las colillas, sino las salpicaduras verdes que dejaba en el lugar. Eran corrosivas y, si no las sacaba rápidamente con agua de lavanda, terminaban haciendo un agujero en el piso. Alguna vez su abuela, en un bar jujeño, había limpiado salpicaduras de ese tipo. Decía que las dejaba una mujer que hacía veinte años que iba en vano a esperar a su amante tahúr. Tal vez se trataba de otra mujer y de otro amante. La espera era la misma.
Luego seguía con el espejo grande que estaba detrás del mostrador. Era uno de los lugares que más trabajo le daba. En él se pegaban todas las miradas tristes de la noche. Su tarea era sacarlas para que no vuelvan a sus dueños. Las miradas en el espejo formaban una especie de capa oleosa y densa. Para despegarla era necesario el uso de la espátula de carey que le había regalado su padre. La sustancia era transparente. Ella, con un cuidado especial, la iba depositando en una cajita de plástico opaco. Más tarde tendría tiempo para disolverla con jugo de manzana y tirar el líquido por el resumidero. Con el espejo tenía que tener dos cuidados especiales. El primero era evitar que alguien se apodere de la solución con gusto a manzana. Era un veneno mortal. El segundo consistía en limpiar el espejo sin que sus ojos se posen sobre sus ojos reflejados. Su mirada podría quedar pegada, nadie sería capaz de sacarla y la perdería para siempre.
El marco del espejo tiene una particularidad. Allí crece una enredadera cuya semilla fue una lágrima de hombre abandonado por su mujer la noche de un martes de luna en cuarto menguante. Estas son de las peores. Una vez que brotan no hay forma de sacarlas. Ella se tiene que limitar a podar las hojas tiernas que crecen durante el día con una tijera de costurera. El problema es que las raíces no se pueden arrancar. Acá ya habían tomado el interior del marco del espejo y gran parte de los ladrillos de las paredes del bar. Si no se demuele a tiempo el edificio, digamos, en un par de años, las raíces llegarán al suelo e invadirán toda la tierra con radical naturalidad. Y todo terminará. ¿Pero quién se anima a decírselo al posadero?
Las sillas son de madera. Una mala elección por parte del dueño del bar. La madera, de cualquier tipo, absorbe pesadillas como una esponja. Entre la gente común y corriente los recuerdos tumultuosos son disueltos durante el sueño. Esto es una cuestión de higiene, los mantiene cuerdos o algo así. Pero los visitantes nocturnos duermen poco, acumulan pesadillas. Estas son absorbidas por la madera y, por efecto de su densidad, comienzan a descender por las patas de las sillas. La fuerza de gravedad hace su trabajo. Si llegan a alcanzar el suelo se evaporan en el aire formando un gas que hace estornudar a los parroquianos. Es así como se pierden clientes, cosa que ningún posadero quiere en estos tiempos tan difíciles. El gas es inofensivo, como las pesadillas. Pero molesto, como la materia de esos sueños. Es importante, entonces, que las sillas estén patas para arriba durante el tiempo justo. Como la arena de un reloj, las pesadillas van y vienen en su interior. Si tiene cuidado y puntualidad, no saldrán nunca de ese lugar. Y ella conservará el trabajo.
Para el final dejaba las paletas del ventilador de techo, allí crecen lianas desesperadas. No se sabe como llegan a ese lugar centrífugo, pero es conocido que se alimentan del alquitrán de humo de cigarrillo. Ella las arranca, pero vuelven a crecer. No tienen raíces, no tienen flores, no tienen semillas, son un auténtico misterio para la ciencia. Ella sostiene que sus esporas están en el ambiente y que es necesario desinfectar espolvoreando con limaduras de hierro. El dueño nunca le prestó atención. El problema no son las lianas en si, ya que nunca llegan a tocar la cabeza de quienes concurren al bar. El problema son los sueños de marineros turcos que, en cuanto pueden, se anudan las lianas al cuello y saltan al vacío. Ella después, con poco cuidado y mucho asco, tiene que descolgar sus cuerpecitos ya fríos y ponerlos en cajas de fósforos vacías para que el posadero los entregue a sus dueños.
Luego de barrer algunos pétalos de olvido, que nunca faltan, y de sacar los cotidianos abrojos de decepción que se adhieren a los manteles, regresaba a su casa. A esa hora el bar estaba casi limpio."
Dejó sobre el posabrazos el libro que le había prestado la Cameron. Bostezó con ganas y buscó el control remoto. El realismo mágico no era para él.
viernes, 4 de diciembre de 2009
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Ah, no, así no vale! Aunque a Dufin no le guste, usted no puede escribir así, cerrar el libro y salir silbando bajito como si nada........
ResponderEliminarY en ese libro, no decriben a los constructores de plazas, a los cardadores de colchones?
Laura, no tengo idea de qué trata el libro, me enviaron el fragmento por mail. Lo único que se es que el autor es un mendocino o sanjuanino llamado Juan Carlos Herrera. Saludos!
ResponderEliminarTerminé de leerlo con los ojos húmedos.
ResponderEliminarGracias Mariel. Tal vez más adelante copie algún otro texto de este escritor vilipendiado por los wikigasteños. Saludos!
ResponderEliminarRené:
ResponderEliminarPara bajar los libros propuestos por Flenning solo debe ir a Biblioteca para descargar, clikear ahí, y elegir el libro que desa descargar, solo le lleva unos minutos y podrá acercarse al libro que, tan magníficamente, comenta él.
Buena lectura!!!
Muchas gracias anónimo. Voy a probar de ese modo!
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